Mc 3, 7-12
En aquel tiempo, Jesús se retiró con sus discípulos a la orilla del mar y lo siguió una gran muchedumbre de Galilea.
Al enterarse de las cosas que hacia, acudía mucha gente de Judea, de Jerusalén, Idumea, Transjordania y cercanías de Tiro y Sidón.
Encargó a sus discípulos que le tuviesen preparada una barca, no lo fuera a estrujar el gentío.
Como había curado a muchos, todos los que sufrían de algo se le echaban encima para tocarlo.
Los espíritus inmundos, cuando lo veían, se postraban ante él, y gritaban: «Tú eres el Hijo de Dios.»
Pero él les prohibía severamente que lo diesen a conocer.
CON SUS DISCÍPULOS A LA ORILLA DEL MAR
El mar está muy presente en los evangelios y en las enseñanzas de Jesús. En esta ocasión Jesús quiso retirarse con sus discípulos a la orilla del mar. Quizá porque en el silencio y paz de la playa se profundiza en la inmensidad del mar, esa inmensidad que nos lleva a la inmensidad del amor de Dios.
Le seguían gentíos, una muchedumbre de gente que se agolpaba alrededor de él. No era extraño que se escaparan a la orilla del mar a descansar del día. Sería fácil hacer la comparación: Dios... el mar... Algo que sentimos especialmente los que hemos nacido al lado del mar.
Que Dios nos sacie a todos de Sí mismo, tan plenamente, tan absolutamente como cubren las aguas el mar.
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