lunes, 16 de septiembre de 2019

UN CENTURIÓN


 Lc 7, 1-10

En aquel tiempo, cuando Jesús terminó de exponer todas sus enseñanzas al pueblo, entró en Cafarnaún.

Un centurión tenía enfermo, a punto de morir, a un criado a quien estimaba mucho. Al oír hablar de Jesús, el centurión le envió unos ancianos de los judíos, rogándole que viniese a curar a su criado. Ellos, presentándose a Jesús, le rogaban encarecidamente: «Merece que se lo concedas, porque tiene afecto a nuestro pueblo y nos ha construido la sinagoga».

Jesús se puso en camino con ellos. No estaba lejos de la casa, cuando el centurión le envió unos amigos a decirle: «Señor, no te molestes; no soy yo quién para que entres bajo mi techo; por eso tampoco me creí digno de venir personalmente. Dilo de palabra, y mi criado quedará sano. Porque también yo soy un hombre sometido a una autoridad y con soldados a mis órdenes; y le digo a uno: "Ve", y va; al otro: "Ven", y viene; y a mi criado: "Haz esto", y lo hace».

Al oír esto, Jesús se admiró de él y, volviéndose a la gente que lo seguía, dijo: «Os digo que ni en Israel he encontrado tanta fe».

Y al volver a casa, los enviados encontraron al siervo sano.

JESÚS SE ADMIRÓ DE ÉL

En el evangelio de hoy Jesús se admira por la fe de un centurión romano. No era judío, no estaba dentro de la ley y, sin embargo, Jesús lo alaba.

La fe es difícil de probar científicamente porque no está dentro de los límites de lo científico. La fe está en otra dimensión.

La dimensión de la confianza, de creer sin reservas en el amor de un Dios que se entregó por nosotros.


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