sábado, 27 de octubre de 2018

XXX DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO

 Mc 10, 46-52
En aquel tiempo, al salir Jesús de Jericó con sus discípulos y bastante gente, un mendigo ciego, Bartimeo (el hijo de Timeo), estaba sentado al borde del camino, pidiendo limosna. Al oír que era Jesús Nazareno, empezó a gritar: «Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí.»
Muchos lo increpaban para que se callara. Pero él gritaba más: «Hijo de David, ten compasión de mí».
Jesús se detuvo y dijo: «Llamadlo».
Llamaron al ciego, diciéndole: «Ánimo, levántate, que te llama».
Soltó el manto, dio un salto y se acercó a Jesús.
Jesús le dijo: «¿Qué quieres que te haga?».
El ciego le contestó: «Rabbuni, que recobre la vista».
Jesús le dijo: «Anda, tu fe te ha salvado».
Y al momento recobró la vista y lo seguía por el camino.

SEÑOR, QUE VEA
Muchas veces es lo que pedimos al Señor en la oración: ver. Comprender todo aquello que no entendemos, contemplar más allá de lo que aparece ante nuestros ojos. Ya profetizó Jeremías en el Antiguo Testamento que Yahveh sería un padre para su pueblo, al que guió siendo su consuelo.
Ver, aunque la ceguera de nuestro mundo nos impida ver, aunque a veces la ceguera de nuestro corazón nos impida amar, ver, y ver siempre en Él. 
No tengamos los ojos cerrados al hermano y sobre todo no tengamos el corazón ciego y cerrado a la compasión. Y sigamos pidiendo en la oración, como el ciego del evangelio: "Señor, ten compasión de mí". 


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