martes, 5 de septiembre de 2017

ENTRÓ EN CASA DE SIMÓN

 Lc 4, 38-44

En aquel tiempo, al salir Jesús de la sinagoga, entró en casa de Simón.
La suegra de Simón estaba con fiebre muy alta y le rogaron por ella.
Él, inclinándose sobre ella, increpó a la fiebre, y se le pasó; ella, levantándose enseguida, se puso a servirles.
Al ponerse el sol, todos cuantos tenían enfermos con diversas dolencias se los llevaban, y él, imponiendo las manos sobre cada uno, los iba curando.
De muchos de ellos salían también demonios, que gritaban y decían: «Tú eres el Hijo de Dios».
Los increpaba y no les dejaba hablar, porque sabían que él era el Mesías.
Al hacerse de día, salió a un lugar desierto.
La gente lo andaba buscando y, llegando donde estaba, intentaban retenerlo para que no se separara de ellos.
Pero él les dijo: «Es necesario que proclame el reino de Dios también a las otras ciudades, pues para esto he sido enviado».
Y predicaba en las sinagogas de Judea.


SALIÓ A UN LUGAR DESIERTO

Una de las constantes en la vida de Jesús fue el retirarse a orar. Y lo hacía en lo alto de un monte, aparte, y como hoy nos dice el evangelio, a un lugar desierto.

Debemos darle a la oración personal el lugar que tiene en nuestra vida espiritual. Si no bebemos de la Fuente, si no vamos al Origen, si no lo conocemos profunda y verdaderamente, no podremos darlo a los demás.

Paremos, vayamos nosotros también a un lugar desierto, y tengamos un rato largo de intimidad con Dios en una oración profunda, de corazón a Corazón.


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